En clase hemos hablado del principio de Dilbert, ese concepto que parece una broma pero que, cuanto más lo piensas, más sentido tiene. Scott Adams, el creador de la tira cómica Dilbert, lo formuló con ironía:
“Las empresas tienden a promocionar a sus empleados hasta alcanzar su nivel de incompetencia.”
En otras palabras: si eres bueno en tu trabajo, te ascienden; si sigues haciéndolo bien, te vuelven a ascender; y así, hasta que llegas a un puesto donde dejas de ser competente. Ahí te quedas.
Y lo peor es que ese puesto, muchas veces, implica tomar decisiones que afectan a los demás.

Cuando el principio de Dilbert se siente real
Recuerdo que hace unos meses, en un proyecto universitario, nos repartimos los roles de forma “lógica”: quien más sabía de programación se encargaba de la parte técnica, y quien tenía más soltura hablando se quedaba con la presentación.
Hasta ahí, todo bien.
Pero conforme el proyecto avanzaba, el compañero que lideraba el equipo —que había demostrado ser buen organizador en trabajos anteriores— empezó a tomar decisiones sobre el código sin entender realmente cómo funcionaba. Al principio eran detalles pequeños, pero pronto se convirtió en una cadena de correcciones innecesarias, cambios de rumbo y tareas duplicadas.
No lo hacía con mala intención, simplemente había llegado a un punto donde sus habilidades de liderazgo ya no eran suficientes para lo que requería el rol.
Y pensé: “Esto es exactamente el principio de Dilbert, versión universitaria.”
Ahora, sumemos la inteligencia artificial
Con el avance de la inteligencia artificial, esta situación puede acentuarse. La IA está cambiando la forma en que trabajamos: automatiza tareas, analiza datos, redacta textos, programa, diseña… y cada vez lo hace mejor.
El problema aparece cuando los que dirigen los proyectos no entienden lo que la IA hace, o incluso se dejan guiar sin pensar en lo que la IA les dicta. Pueden terminar tomando decisiones sin comprender las limitaciones, los sesgos o incluso los riesgos éticos de las herramientas que gestionan.
Así podríamos estar entrando en una nueva era del principio de Dilbert:
donde la incompetencia no surge por ascensos mal planteados, sino por una falsa sensación de control frente a sistemas que nos superan en complejidad.
La solución: aprender antes que delegar
La tecnología no es el enemigo. El peligro está en usarla sin criterio.
Quizás el antídoto al principio de Dilbert sea justo el contrario: en lugar de ascender por costumbre o automatizar por moda, aprender lo suficiente para entender lo que estamos decidiendo.
Porque la inteligencia artificial puede hacer muchas cosas por nosotros, pero aún no puede reemplazar algo esencial: el juicio humano.